domingo, 23 de octubre de 2011

HERNÁN CORTÉS Y LA “EMPRESA DE TITANES”


Así  como la Historia de México  anterior a la Conquista se divide en dos periodos bien marcados, la del México Hispano está dividido en forma semejante.
La primera parte es bastante corta. Duró de 1519 , cuando Cortés desembarcó, a 1521, cuando tomó la ciudad del lago texcocano. Ya para 1535 todo el territorio de México había quedado bajo el régimen virreinal español. El segundo período empieza donde acaba el primero, y termina en 1821, cuando tras la insurrección acaudillada por Agustín de Iturbide, el último virrey, O´Donojú, estampó su firma en el tratado de paz en que se reconocía la independencia mexicana. La figura dominante del primer período, es la de Hernán Cortés. Figuró también en el segundo, pero con papel diferente.
En el primero era conquistador; en el segundo, administrador.
También era un hombre transformado. Como la espada que llevaba al cinto y que tenía dos filos muy cortantes, pero cuya empuñadura afectaba la forma de una cruz; así el primer Cortés -la hoja de acero- era todo un capitán, mientras el otro Cortés, la empuñadura, era un misionero, de gran celo aunque no de gran prudencia. La dura necesidad de batallar mantuvo en él siempre al soldado, pero concluída la batalla, su corazón, cuando menos, era el de un fanático de Dios y de México. Hasta tenía que irle a la mano su capellán fray Bartolomé de Olmedo, por el celo rabioso con el que pretendía persuadir a Moctezuma a que aceptara la fe cristiana.
Nunca olvidó su carácter de cruzado. Los cristianos de aquel tiempo eran, por regla general, más o menos como Cortés y los otros conquistadores. Ellos lograron asir un hecho esencial acerca del cristianismo, que los hombres de hoy solemos no advertir; me refiero a que ellos supieron que el cristianismo no es un estado de perfección, sino un camino que conduce a ella. No esperaban poder huir de todo pecado, pero aspiraban a cometer los menos posibles. Reconocían el hecho de que el alma será siempre un campo de batalla mientras le estorbe el cuerpo. La bondad era para ellos un ideal, pero los ideales a menudo interrumpen la acción durante una lucha. Se ha condenado rotunda y vigorosamente a Cortés por sus métodos de conquista. Poco se ha dicho, sin embargo, de sus labores esforzadas, de sus genuinas facultades de estadista y de su firme propósito de no desilusionar a quienes le enviaron a conquistar el Nuevo Mundo.
Siempre vivió ofreciendo la paz a sus enemigos y se metió en extremos trabajos para introducir animales domésticos y mejores sistemas de cultivo en el nuevo país. Su política respecto a los indios, se adelantó a su tiempo en muchos siglos; y su táctica dio magníficos resultados, no como los muchos y muy diversos sistemas que adoptaron los colonizadores del Norte. A este “opresor de los indios”, parece que con mayor frecuencia lo consideraban ellos como su amigo.1
Riva Palacio, dice
“… y no sólo es el gran protector de los vencidos, sino que ellos mismos lo consideran más que como vencedor y su enemigo, como su jefe, al grado que él los prefería a los españoles, y ellos a sus caciques y señores naturales”.
El aprecio de los indios por Cortés queda bien demostrado con la recepción jubilosa que le otorgaron a su regreso de Honduras.2
Aunque derrotó a los tlaxcaltecas, se hicieron sus aliados; y cuando los españoles, vencidos y maltrechos en aquella Noche Triste, huían del valle ante las huestes de los aztecas, fueron los de Tlaxcala quienes lo socorrieron y vendaron sus heridas, prepararon con ellos una nueva acometida y les ayudaron por fin a ganar la última victoria después de un sitio de tres meses. La verdad es que a Cortés lo veían las tribus enemigas de los aztecas, como a u libertador de sangría tiranía.
Y con razón, ya que los aztecas imponían tributo  a 355 pueblos y aldeas, cuyos moradores no trataban ellos de gobernar, sino sólo de esquilmar. lo que habría sucedido si no hubiese llegado la civilización europea al Norte y Sur de América, es que todo el Continente se hubiera trocado en un vasto territorio de errantes tribus primitivas, entregadas a una burda idolatría y al canibalismo, hasta que por la ley de la lucha entre animales feroces, habría terminado el Continente por ser una gran selva poblada nada más de fieras con mayores derechos sobre el territorio, por cuanto hace a la decencia, que los humanos de quienes la heredaron.3
El grande, el indiscutible beneficio que a Hernán Cortés debieron las razas indígenas del Anáhuac, fue haberlas libertado de la barbarie caníbal y de la práctica abominable de los sacrificios humanos. Sólo esto bastaría para justificar la Conquista, si no hubiesen ocurrido al mismo objeto la difusión de la doctrina católica y de la cultura europea, trasplantadas a la Nueva España desde los primeros tiempos del régimen creado por el conquistador a raíz de la toma de México.
Hernán Cortés, con la clara visión de su genio, comprendió que, para dar al país conquistado una organización que corresponde a sus amplias miras y a los recursos naturales de la tierra, era necesario empezar la obra por los cimientos. Tratábase de fundar una nueva nacionalidad con los elementos de las dos razas, la española y la indígena; no de exterminar ésta al modo que lo hicieron los ingleses en sus colonias americanas, y, con la penetración del hombre que se ha echado a cuestas una empresa de titanes, buscó en la moral y en la religión las bases que habrían de sustentar tan grande obra, y pidió a Carlos V que le enviase misioneros de santidad acrisolada.
España al conquistar y colonizar esta parte del Continente Americano que se llama México, se propuso fundar una nación con todos los atributos que a ésta corresponden. No exploró el territorio como se explota un predio de propiedad privada, hasta con el abuso (abutendi) a que da derecho la legislación clásica desde la época de Roma; no esclavizó a las tribus indígenas, ni procuró embrutecerlas, como dicen algunos, estúpida o dolosamente. Con los elementos de las dos razas, organizó una nacionalidad en toda forma, de acuerdo con los planes de Hernán Cortés, que fueron trascendentales y elevados, porque si el Conquistador se mostró durante la lucha contra los aztecas y otros pueblos digno de hombrearse con los caudillos más ilustres de la humanidad, en la organización de la corona, al establecer los cimientos de Nueva España y trazar las líneas generales de la política y la administración, más puso de relieve su grandeza y geniales arrestos, no igualados ni superados todavía en el mundo americano.
Para vergüenza nuestra, Hernán Cortés no tiene en México un solo monumento que honre su memoria. Al revés, algunos le denigran y rebajan, mientras que a raíz de la Conquista, cuando humeaban las ruinas de la gran Tenochtitlán, los indios le veían con admiración y le veneraban como a un padre, y, en efecto, lo era, porque Corté fué, de hecho y de derecho, el “padre de la nacionalidad mexicana”.  Algún día habremos los mexicanos de levantar ese monumento, en el que deberá representarse a Cortés empuñando aquel estandarte que ideó al iniciar su epopeya en México, que tenía unos fuegos azules y blancos y una cruz colorada en medio y esta inscripción:
Amici, sequamus crucem, et si nos fidem habemus, vere in hoc signo vincemus, que significa: Amigos, sigamos la Cruz, y si tenemos fe, verdaderamente venceremos con esta bandera.



Bibliografía
1 Méjico a través de los siglos, II, p. 353
2 Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo, cap. CXLIX (CXC)
3 Mons. Francis Clementte Kelly, Obispo Católico en E. U.

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