domingo, 25 de julio de 2010

OBREGÓN, ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE




Después de la Batalla de Celaya se abrió un paréntesis. Las tropas de Villa y Obregón reorganizaron sus fuerzas, muy pronto volverían a encontrarse para la batalla decisiva. Antes de que esto ocurriera un ataque imprevisto en los linderos de la hacienda Santa Ana del Conde estuvo a punto de cambiar la historia: una granada lanzada por villistas alcanzó a Obregón y sus más cercanos colaboradores. El general perdió el brazo. Erróneamente Obregón ha sido llamado el "manco de Celaya", confundiendo el lugar y la fecha en que fue herido.
 Entre el 6 y el 15 de Abril de 1915 una fracción de la División del Norte, mandada personalmente por Pancho Villa, fue derrotada en Celaya por el Ejercito de Operaciones del general Álvaro Obregón. A pesar de la derrota, el Centauro del Norte logró replegarse en orden hasta León, donde reorganizó su ejército y reconcentró sus fuerzas. Canceló la ofensiva contra Tampico y el Noroeste, hacia donde el villismo dirigía sus esfuerzos principales y dejó en manos de los carrancistas el teatro de operaciones de Jalisco.

Por supuesto, el general Obregón reforzó su ejército con tropas de Jalisco, Michoacán, Veracruz  y otros lugares, y los famosos "Batallones Rojos" de Orizaba, Puebla y la Ciudad de México, hasta sumar cerca de 30 000 hombres, con los que ocupó la Estación Trinidad, entre Silao y León, en torno a la cual formó un inmenso cuadro defensivo para resistir el ataque del grueso del mejor ejército -hasta entonces- de la Revolución, la División del Norte, en la que sería la batalla más grande y sangrienta de la historia de México.

Con los movimientos realizados por las infanterías de Obregón para ocupar las posiciones designadas, inició el 29 de Abril de 1915 la batalla de Trinidad y Santa Ana del Conde.

Entre el 29 de Abril y el 31 de Mayo hubo una serie de combates parciales en los que ambos ejércitos se movían con extremada cautela buscando que el enemigo se gastara y mostrara un punto débil sobre el cual golpear con decisión. Finalmente el 1 de Junio empezó a romperse el equilibrio, cuando Pancho Villa concibió una audaz maniobra envolvente con la que intentó forzar el fin de la batalla. El 2 de Junio el ejército de Obregón quedó rodeado por los villistas y aunque algunos generales, sobre todo Francisco Murguía, insistían en tomar la contraofensiva de inmediato, Obregón se negó, esperando para hacerlo a que el enemigo agotara su empuje y debilitara sus líneas.

El día 3 de Junio, Obregón, acompañado del General Manuel M. Diéguez y de los oficiales de su Estado Mayor (Francisco Serrano, Aarón Sáenz, Jesús M. Garza y otros), visitó las posiciones de Murguía, fortificado frente al enemigo en la hacienda de Santa Ana del Conde. En el campanario de la hacienda, el general Obregón explicó al bravo e impaciente Murguía el plan de contraataque que empezaría al día siguiente consistente en una ofensiva emprendida por rumbos opuestos, combinada con un ataque a la retaguardia villista efectuado por las tropas que Fortunato Maycottte y Joaquín Amaro tenían en Irapuato.

Una vez ajustado el plan para la acción del día siguiente ( que los hechos inmediatos obligaron posponer para el día 5), Obregón, con los oficiales de su Estado Mayor, avanzó hacia la línea del frente.









Faltaban unos veinticinco metros para llegar a las trincheras -escribió Obregón en su parte oficial- cuando sentimos entre nosotros la súbita explosión de una granada, que a todos nos derribó por tierra. Antes de darme cuenta exacta de lo ocurrido me incorporé, y entonces pude ver que me faltaba el brazo derecho y sentía agudísimos dolores en el costado.
Vio correr tal cantidad de sangre que se dio por perdido, y aturdido por la impresión, queriéndose ahorrar los dolores de la agonía, desenfundó su pistola y se disparó un tiro en la sien, con tan buena fortuna que no había bala en la recámara. Entonces el teniente coronel Jesús M. Garza reaccionó con prontitud arrebatándole el arma.
Los oficiales, angustiados, sacaron al general de la zona de peligro mientras uno de ellos, el coronel Aarón Saénz, corría a toda velocidad en busca de doctor y coronel Jorge Blumm, jefe de los servicios médicos de la División Murgía, quien le aplicó al caudillo la primera curación. Después ya en el Cuartel General, el médico personal de Obregón, doctor Enrique Osornio, lo sometió a una larga intervención quirúrgica.

Aarón Saénz registro en su diario esa misma tarde, la brutal impresión que causó a los oficiales del Estdo Mayor de Obregón la mutilación de su idolatrado jefe y su inmediato intento de suicidio:




Yo fuera de mis sentidos eché a andar sin saber a que, sin rumbo, Serrano y Garza regresaron a donde estaba mi General. Yo enseguida eché a correr buscaba un doctor para "un compañero" y en aquel momento en que mi razón ofuscada obedecía al sentimiento marché hasta encontrarme con el general Murgía.  

Murgía envió de inmediato a su médico personal a atender al general en jefe y, tras la primera curación, Saénz entró al cuarto de la hacienda donde descansaba el caudillo de Sonora:





Llegué al cuarto donde mi General estaba, recostado en un sofá, la mano izquierda sobre su frente, pálido, sereno, aguantando aquel dolor con un estoicismo digno de su raza, sin volver la mirada, sus ojos fijos al cielo y los médicos vendando su brazo: no me dí cuenta de aquella escena, fuera de mí contemplaba ensimismado aquel espectáculo que no podía saber si era de vida o de muerte, desfalleciente vi una y muchas veces aquella frente serena, aquella mirada fija, aquel mudo estoicismo, aquel hombre mimbrado de gloria y de inmortalidad y fijaba mis miradas en él como para sentir su aliento, su vida, su inspiración y quise hablarle, pero no... el momento era solemne y aquel recinto, que pareció tétrico y sombrío, más que un abismo, pareció sobreponerse a mi ánimo, a mi espíritu y me pareció ver en aquellos momentos el fin  de la vida, de la Revolución, de la gloria, de la Patria, arrebatando a aquel hombre su vida, su cerebro, su esfuerzo [...] El general Murguía se acercó. Fumaba. Mi General le pide su cigarro y sereno, impávido, fuma, teniendo aquel cigarro en su mano izquierda y sin alterarse, sin precipitarse, habla, dirigiéndose a Murguía: "Si ve al Primer Jefe, dígale que caí cumpliendo con mi deber". 


Pedro Salmerón S. 





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