martes, 28 de diciembre de 2010

La Limosna

Entre los muchos temas todavía poco explorados por la historiografía sobre la Iglesia católica novohispana es el de la limosna. Tal vez porque parece demasiado banal, o tal vez porque hoy en día el término tiene incluso cierta connotación peyorativa. Sin embargo, en el Antiguo Régimen, no era de lo más común que grandes obras públicas se construyeran "de limosna", o que grandes personajes de la sociedad vivieran de ella. "La limosna concernía todas las empresas consideradas útiles al público y era practicada por todas las categorías sociales", nos recuerda atinadamente la profesora Annick Lempérière en una obra reciente (Entre Dieu et le roi, Les Belles Lettres, 2004, p. 42).
Así, las grandes iglesias barrocas que hoy vemos en casi en todas las regiones fueron en buena medida construidas por esta vía. Por ejemplo, respecto de las iglesias orizabeñas del siglo XVIII, los curas auxiliares de la parroquia decían en 1762 que "todo ha sido promovido y a costa de limosnas". Otro tanto podía decirse de algo tan importante en la época como el culto divino, es decir, todo lo que implicaba la celebración de las misas, los oficios y las fiestas, desde el estipendio de los sacerdotes hasta los gastos de la cera, vino, hostias, músicos, fuegos artificiales y un largo etcétera. Incluso el estipendio que recibían los misioneros como ayuda al culto de parte del rey no venía sino en calidad, precisamente, de limosna para los religiosos. Y la enumeración puede seguir todavía, incluyendo muchísimas imágenes, retablos y adornos, aportados lo mismo por los notables que, de manera colectiva, por los pueblos. La limosna podía inclusive pagar instrumentos que ayudaban a la salvación de las almas, como el escapulario de los carmelitas, la correa de los agustinos, o el más clásico hábito y cuerda franciscano, utilizando ampliamente en el mundo hispánico como una mortaja que permitía compartir las indulgencias de los hermanos terceros de la orden.
Asimismo, el estamento privilegiado por excelencia del Antiguo Régimen, el clero, vivía en buena medida de limosnas. Los clérigos en parte y los religiosos a veces de manera exclusiva, como en el caso de los franciscanos. Tal vez no había nada más común en los caminos del reino de la Nueva España que el encontrarse con los cuestores, es decir, los religiosos legos que se ocupaban de las colectas, normalmente en especie. Y en las ciudades, no lo era seguramente menos el encontrar, por ejemplo, a los religiosos juaninos reuniendo la comida para los enfermos de sus hospitales. Unos y otros portaban normalmente una pequeña imagen de su santo patriarca o santo patrono de su convento y podían llegar a cubrir grandes distancias. De hecho, las órdenes religiosas habían trazado una verdadera geografía de la limosna, pues cada convento debía contar una jurisdicción propia, la cuesta, que sus colectores podían recorrer libremente.
Por todo ello aún los religiosos limosneros no estaban exentos en la época de una literatura que condenaba su excesivo número. La Corona debía velar por que no se establecieran sino donde era claro que los vecinos serían capaces de dar "suficiente limosna" para su sustento. A finales del siglo XVIII no faltó entre los juristas de la Corona quien comparara a los cuestores con una "plaga de langostas" para ilustrar de manera clara lo que su gran número podía implicar.
Y es que en efecto, la apreciación sobre limosnas y limosneros iba cambiando con el tiempo. En el siglo XIX se fue haciendo progresivamente más difícil de pensar que hospitales u hospicios sobrevivieran sólo de limosnas, tanto porque la recolección distraía de sus funciones a quienes los atendían, como porque limitaban una exigencia cada vez mayor por la eficiencia de dichos establecimientos. El primer liberalismo hispánico puso bajo la autoridad de los ayuntamientos la mayor parte de los antiguas corporaciones dedicadas a la caridad, y éstos no tardaron en incluirlos en el presupuesto de sus fondos, remplazando así a la limosna.
Asimismo, las denuncias sobre los excesos de la recolección cobraron un nuevo sentido, político inclusive. Frente a las escaceses del erario de los nacientes Estados, no faltó el jefe político (fue el caso del Orizaba) que reaccionara airado frente a la abundancia de las colectas de los misioneros, que competían con la hacienda pública. También comenzó a ser objeto de la crítica la limosna que involucraba un intercambio por un bien material, así fuera un escapulario, denunciada a veces directamente como una venta abusiva. En cambio, si la limosna se mantenía dentro de ciertos límites, se convirtió también en el único ingreso que parecía tolerable hasta para la opinión pública más anticlerical, pues recordaba a la pobreza evangélica y franciscana, dotadas de un nuevo prestigio en contraste con las críticas a las fundaciones y obras pías, a las que se acusaba de impedir la libre circulación de bienes y capitales.
De práctica generalizada y unánimemente aceptada a objeto de la crítica y disputas políticas, de obligación efectiva a meramente voluntaria, la limosna es sin duda un asunto indispensable para la comprensión de la historia religiosa y política de la Nueva España y de México de los siglos XVIII y XIX.


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