Comenzando por los sencillos y sorprendidos vecinos de Padilla, se mostraron consternados y perplejos por no comprender las las razones que movieron al Congreso a condenar tan rápidamente y sin apelación ninguna al hombre por el cual ellos y toda la Nación eran libres.
Almas piadosas sobre todo de mujeres, se ofrecieron a lavar las heridas del cadáver, lo amortajaron con el hábito de San Francisco y con buena asistencia del pueblo lo velaron toda la noche. Al día siguiente, 290 de Julio, se le dio cristiana sepultura. Los restos gloriosos del ex-Emperador permanecieron allí hasta 1838.
En cuanto a la reacción en los pueblos y ciudades de la Nación fue de profundo dolor y sentimiento, pues no podían menos de llorar la trágica e injusta muerte del que les había conquistado la libertad, sobre todo cuando fueron sabiendo la verdad sobre el decreto y los adjuntos del parricidio. En la capital fue mayor el asombro y más profundo el dolor, pues no podían concebir que hubiera muerto tan injusta y trágicamente el hombre que hacía poco más de un año ceñía todavía la Corona de un Imperio que él había liberado, y lo que más los llenaba de pena y de vergüenza era que mexicanos que se proclamaban representantes del pueblo eran los causantes, los autores de semejante crimen.
Por eso en el mismo Congreso -escribe Zamacois- "el dolor se retrató en el semblante de todos los diputados, y no hubo uno de ellos que no lamentase la desgracia de un hombre a quien la Patria le era deudora del bien supremo de la Independencia"
Carlos María Bustamante, de cuyos labios había salido la propuesta del infame decreto de muerte, se disculpaba diciendo que era "solo para atemorizar"... Es indudable que de todos, o de la mayor parte, se apoderó un lacerante remordimiento por sentirse culpables de la "MANCHA MAYOR DE NUESTRA HISTORIA".
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