Don Vasco de Quiroga fue sin duda alguna el personaje más importante e influyente para la historia de Pátzcuaro a principios de la época colonial. Nació en la villa Madrigal de las Altas Torres en España. Fue instruido como abogado. Este hombre sabio y dedicado llegó a la Nueva España en el año 1531, a la edad de 60 años y como miembro de la segunda Audiencia, un cuerpo administrativo y judicial enviado por la corona para gobernar la colonia. Dicho grupo fue comisionado para organizar el territorio y reparar el daño hecho por la primera Audiencia, presidida por el inescrupuloso Nuño de Guzmán, quien fue capaz de utilizarla para obtener el poder y control que luego aplicó en su beneficio personal. Fueron las noticias de la llegada de la segunda Audiencia las que provocaron la brutal estampida de Guzmán hacia lo que ahora es Michoacán.
Dos años después de su llegada, en 1533, don Vasco de Quiroga organizó su primer pueblo experimental llamado Santa Fe de México, nombrado así por su ubicación cerca de la ciudad capital. En ese mismo año fundó otro en la ribera del Lago de Pátzcuaro y lo llamó Santa Fe de la Laguna, lugar que puede ser visitado y admirado aún en la actualidad. Posteriormente fundó los hospitales de Tzintzuntzan, Pátzcuaro, Uruapan, Acámbaro y Cuitzeo. Este tipo de comunidades fueron esencialmente centros para peregrinos provenientes de otros lugares del país.
Siguiendo su nombramiento como el primer Obispo de Michoacán, hacia 1538, don Vasco tuvo la oportunidad de llevar a cabo plenamente sus intenciones de rehabilitar a los Purhépechas y elevar sus niveles de vida y cuidados. Sus planes incluían el reforzar las comunidades, en las cuales la tierra pertenecía a todos y cada familia tenía su propia vivienda y parcela privados. La labor en los campos y granjas comunales se realizaba de manera rotatoria, lo que permitía a los indígenas ser autosuficientes y a la vez tener tiempo libre para recibir instrucción y práctica espiritual, también para trabajar en industrias especializadas, a través de las cuales podían negociar mutuamente.
Así, don Vasco - luego mejor conocido cariñosamente entre los nativos como "tata" (papá) Vasco - continuó estimulando a los desmoralizados Purhépechas para formar comunidades y desarrollar diferentes actividades en cada una. No pasó mucho tiempo antes de que cada población se dedicara a un determinado producto o artesanía, enriqueciendo algunas de las técnicas introducidas por "tata" Vasco con las propias técnicas prehispánicas y viceversa. Aún ahora y a través de los siglos es posible admirar el policromado de las lacas de Uruapan (cuya técnica es prehispánica), escuchar el rítmico golpear de los marros que forjan el cobre en Santa Clara (hoy Villa Escalante). Es más: en algunos de los comedores más elegantes de nuestro país y del extranjero se sirven las viandas en la finísima loza de Patamban y los excelentes trabajos que se realizan en madera y cerámica dan vida a la decoración de miles de hogares en muchos lugares del mundo.
Don Vasco de Quiroga murió en la ciudad de Pátzcuaro el 14 de marzo de 1565 a la edad de 95 años, con lo que se cerró uno de los más importantes capítulos de la historia de Michoacán, pues a su muerte la sede de la diócesis fue transferida a Valladolid, ciudad favorecida por los virreyes para convertirse en la nueva capital de la provincia.
Sus restos descansan ahora en la Basílica de la Virgen de la Salud, que el mismo fundó en Pátzcuaro. Según la creencia de los naturales de la región, el espíritu de "tata" Vasco aún se percibe por los lagos, valles y montañas de esta tierra que tanto amó.Ha habido pocas personas a través del tiempo que hayan logrado tanto en lo que pudiéramos llamar el "ocaso" de la vida. La veneración que el pueblo Purhépecha prodiga a don Vasco hace de él mucho más que una figura del pasado histórico. Su memorable ejemplo, las instituciones, especialidades y comercio que él creó aún persisten y se han enriquecido de diferentes maneras, lo que hace de este hombre, alguien fuera de lo común, que forma parte de un vivo presente.
Misión y civilización
En su libro Misión y evangelización en América, Pedro Borges pone de manifiesto tres cosas muy importantes: Primera, que en las Indias el esfuerzo evangelizador fue siempre acompañado por un denodado esfuerzo civilizador, según el cual se adiestraba a los indios en letras y oficios diversos, tratando de elevarlos a formas de vida personal y comunitaria más perfectas. Segunda, que ese empeño civilizador no trató de hispanizar al indígena, sino de introducirlo en una civilización mixta. Y tercera, que toda esa obra educadora de los indígenas fue directamente destinada a la fe, pues estaban convencidos los evangelizadores de que un cierto grado mínimo de elevación humana era condición necesaria para el cristianismo.
En 1552 escribía al respecto Francisco López de Gómara: «Tanta tierra como tengo dicho han descubierto, andado y convertido nuestros españoles en sesenta años de conquista. Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación, como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras; por lo cual son los españoles dignísimos de alabanza en todas las partes del mundo. ¡Bendito Dios, que les dio tal gracia y poder! Buena loa y gloria es de nuestros reyes y hombres de España, que hayan hecho a los indios tomar y tener un Dios, una fe y un bautismo, y quitándoles la idolatría, los sacrificios de hombres, el comer carne humana, la sodomía y otros grandes y malos pecados, que nuestro buen Dios mucho aborrece y castiga. Hanles también quitado la muchedumbre de mujeres, envejecida costumbre y deleite entre todos aquellos hombres carnales; hanles mostrado letras, que sin ellas son los hombres como animales, y el uso del hierro, que tan necesario es al hombre; asimismo les han mostrado muchas buenas costumbres, artes y policía para mejor pasar la vida; lo cual todo, y aun cada cosa por sí, vale, sin duda ninguna, mucho más que la pluma ni las perlas ni la plata ni el oro que les han tomado, mayormente que no se servían de estos metales en moneda, que es su propio uso y provecho, aunque fuera mejor no les haber tomado nada» (Hª de las Indias, I p., in fine).
Y en 1563 decía Martín Cortés al Rey en una carta: «Los frailes, ya V. M. tiene entendido el servicio que en esta tierra han hecho y hacen a Nuestro Señor y a Vuestra Majestad que, cierto, sin que lo pueda esto negar nadie, todo el bien que hay en la tierra se debe a ellos, y no tan solamente en lo espiritual, pero en lo temporal, porque ellos les han dado ser y avezádoles a tener policía y orden entre ellos y aun obedecer a las audiencias» (+P. Borges, Misión VII).
Pues bien, uno de los modelos más perfectos en México de esta acción a un tiempo civilizadora y evangelizadora lo hallamos en don Vasco de Quiroga. Éste fue el primer obispo de Michoacán.
La atractiva figura de Vasco de Quiroga ha sido objeto de muchos estudios modernos.
Entre ellos cabe destacar los artículos de Fintan Warren, Vasco de Quiroga, fundador de hospitales y Colegios; Manuel Merino, V. de Q. en los cronistas agustinianos; Fidel de Lejarza, V. de Q. en las crónicas franciscanas; y Pedro Borges, V. de Q. en el ambiente misionero de la Nueva España; así como la biografía Tata Vasco, un gran reformador del siglo XVI, escrita por Paul L. Callens. También hemos de recordar el precioso estudio de Paulino Castañeda sobre la Información en derecho de Vasco de Quiroga.
Don Vasco, nacido hacia 1470 en Madrigal de las Altas Torres -donde nació la reina Isabel y donde murió fray Luis de León-, provincia de Avila, es un jurista de gran prestigio. Fue juez de residencia en Orán, y representó a la Corona en los tratados de paz con el rey de Tremecén (1526). Ejerce ahora un alto cargo en la Cancillería real de Valladolid, y sigue con particular atención la aventura hispana de las Indias.
«Tenía 22 años de edad, dice Callens, cuando Cristóbal Colón desembarcó en la isla de Guanahaní. Tenía 43 cuando Vasco Núñez de Balboa divisó por primera vez el Océano Pacífico. Tenía 51 cuando Cortés terminó su conquista de México. Poco a poco y a medida que llegaban nuevos datos y crónicas de los nuevos descubrimientos, se iban haciendo nuevos mapas que guardaba como precioso tesoro» (23).
Como buen jurista, formado probablemente en Salamanca, posee también una excelente formación en cánones y en teología dogmática. Era, en fin, a sus 60 años, un distinguido humanista cristiano, al estilo de su gran contemporáneo, el canciller inglés Santo Tomás Moro.
Carta de la reina Isabel
El 2 de enero de 1530 estalló en las manos de Don Vasco una carta que iba a cambiar su vida. La reina Isabel, esposa de Carlos I, escribe a «su muy amado súbdito» proponiéndole formar parte de la nueva Audiencia que en breve partiría para la Nueva España, donde las cosas iban de mal en peor. Cartas semejantes recibieron altas personalidades del Reino, y más de uno se dio por excusado: aquélla era una aventura demasiado dura y arriesgada, en la que no había mucho por ganar...
Vasco de Quiroga aceptó la propuesta inmediatamente, y a principios de setiembre de ese año se reúne en Sevilla con los otros tres oidores, Alonso Maldonado, Francisco Ceynos y Juan de Salmerón. Mientras don Antonio de Mendoza arreglaba sus asuntos personales, el obispo de Santo Domingo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, sería el presidente de esta Real Audiencia.
Segunda Audiencia en México
El 9 de enero de 1531, los nuevos oidores, vestidos con sus elegantes capas negras, a la española, con las insignias de su oficio real y haciendo guardia al Sello Real, llevado en caja fuerte a lomos de una mula ataviada de terciopelo y oro, hacen su solemne entrada en la ciudad de México. La ciudad, víctima de tantos atropellos en los últimos años, se engalana tímidamente, y la recepción oficial, harto tensa, corre a cargo de fray Juan de Zumárraga, obispo electo, y de los miserables Delgadillo y Matienzo. En torno a aquel puñado de españoles, una inmensa muchedumbre de indios, muchos de ellos afectados por las infamias de la primera Audiencia, se mantiene cortés, distante y a la expectativa.
En la ciudad se mezclan innumerables ruinas, especialmente las de los imponentes teocalis derruidos, y un gran número de casas y templos en construcción, algunos grandiosos, en la piedra gris y la volcánica rojiza que se trae de las próximas sierras de Santa Catalina.
Dificultades abrumadoras
Indios y españoles, amigos o enemigos éstos de Cortés, se dan cuenta luego de que la segunda Audiencia no es en nada semejante a la primera. Ésta viene a escuchar sinceramente las quejas de unos y otros, decidida a imponer la justicia, castigando a quien sea si lo ha merecido, y está empeñada sobre todo en restaurar el prestigio de la Corona española, que con los abusos y atropellos de los últimos años está por los suelos.
En esa primera fase, Don Vasco y los otros oidores tienen ocasión de informarse bien acerca de la situación de la Nueva España, pues oyendo quejas, acusaciones y defensas, pasan casi todo el día y a veces parte de la noche, de modo que apenas logran dormir lo necesario. Es necesario imponer restituciones enormes, pues enormes habían sido los robos en los terribles años anteriores. Se hace preciso sofocar intentos, más o menos abiertos, de esclavizar a los indios. Es urgente sanear una economía completamente anárquica, y establecer una Casa de la Moneda. Y estando ocupados en tan graves problemas, indios amotinados tratan una noche de asaltar la sede de los oidores, aunque son dispersados por los soldados españoles.
Tras los años terribles de la primera Audiencia, las cosas han quedado en situación pésima, y hay que empezar todo de nuevo, cosa que, como ya vimos, se hace por medio de una Junta en la que se reúnen las primeras personalidades de México. En aquel mundo inmenso y revuelto, poblado por innumerables naciones hostiles entre sí y de lenguas diversas, parece casi imposible que un grupo pequeño de españoles sea capaz de amalgamar una grande, única y próspera nación.
Solamente los frailes misioneros parecen saber en ese momento lo que debe hacerse, y lo van haciendo por su parte. Pero incluso a ellos es preciso refrenar, pues en la anterior Audiencia habían tomado ya la costumbre de criticar continuamente desde los púlpitos los actos de las autoridades civiles. La nueva Audiencia se ve obligada a prohibir esto expresamente, y refiere Salmerón en una carta de 1531: «Hízosele sobre lo pasado al dicho prior una reprensión larga, de que él quedó confuso»...
Vasco de Quiroga ve en la Nueva España un mundo de posibilidades inmensas, trabado por sin fin de dificultades enormes, y no cesa de pensar en posibles soluciones. Los franciscanos han construído ya muchas iglesias, y como escribe Zumárraga en 1531 al capítulo franciscano reunido en Tolosa, «cada convento de los nuestros tiene otra casa junto para enseñar en ella a los niños, donde hay escuela, dormitorio, refectorio y una devota capilla». Todos los muchachos llevan un régimen de vida muy religioso -«levántanse a media noche a los maitines»-, y los más aprovechados de ellos son enviados de vez en cuando como misioneros de los suyos, para enseñarles la verdad y quitarles los ídolos, «por lo cual algunos han sido muertos inhumanamente por sus propios padres, más viven coronados en la gloria con Cristo» (Mendieta V,30).
No, este sistema heroico a Don Vasco no le acaba de convencer. Ocasiona un contraste demasiado violento entre los niños y muchachos profundamente cristianizados, y la masa innumerable de sus familias, todavía a medio evangelizar... Sin rechazar estas escuelas conventuales, habría que pensar en otros modos de evangelizar y civilizar a los indios.
Pueblos-hospitales
El 14 de agosto de 1531, a los seis meses de su llegada, Vasco de Quiroga escribe al Consejo de Indias pidiendo licencia para organizar pueblos de indios. En esos meses, escuchando tantas quejas de los indios, había conocido su mala situación, y «teniendo siempre en cuenta la dignidad humana de los indios», escribe al Consejo proponiendo la creación de unos pueblos indígenas, una institución original que educaba al indígena dentro de una convivencia humana y cristiana.
No debe engañarnos hoy el sentido moderno del término hospital, ya que estos hospitales de indios fundados por Quiroga eran a un tiempo pueblo para vivir, hospital y escuela, centros de instrucción misional, artesanal y agraria, y también albergue para viajeros.
Deseoso Quiroga de llevar sus proyectos a la práctica cuanto antes, sin esperar la respuesta a su carta, busca dos docenas de indios cristianos y de vida honesta, compra en 1532 unas tierras a dos leguas de la capital, hace acopio de bastimentos para los indios que habían de dedicarse un tiempo a la construcción de casas, levanta una gran cruz y funda así su primer población indígena, dándole el nombre de Santa Fe.
Frente al pueblo, construye Quiroga un pequeño oratorio, para poder estar cerca de los indios. Allí ora, hace largas lecturas meditativas, estudia el náhuatl, y escribe los sermones que se habían de leer en la iglesia. La original experiencia de Santa Fe va adelante con gran prosperidad, llega a contar 30.000 habitantes, y da ocasión a que miles de indios reciban el bautismo, constituyan cristianamente sus matrimonios, se hagan ordenados y laboriosos, practiquen con gran devoción oraciones y penitencias, obras de caridad y cultos litúrgicos, al tiempo que en el hospital acogen a indios que a veces vienen de lejos, y ya convertidos, llevan lejos noticia de aquel pueblo admirable.
Escribiendo Zumárraga al Consejo de Indias (8-2-1537), trata de Vasco de Quiroga, todavía oidor, y habla del «amor visceral que este buen hombre les muestra a los indios»; en efecto, «siendo oidor, gasta cuanto S. M. le manda dar de salario a no tener un real y vender sus vestidos para proveer a las congregaciones cristianas que tiene..., haciéndoles casas repartidas en familias y comprándoles tierras y ovejas con que se puedan sustentar».
Conviene señalar, por otra parte, como lo hace Paulino Castañeda, que «para cuando Quiroga exponía su punto de vista, la idea de las reducciones era un clima de opinión y abundaban las Cédulas reales». Concretamente en Nueva España, nos consta la solicitud de fray Juan de Zumárraga para que «los pueblos se junten y estén en policía y no derramados por las sierras y montes en chozas, como bestias fieras, porque así se mueren sin tener quien les cure cuerpo ni alma, ni hay número de religiosos que baste a administrar sacramentos ni doctrinas a gente tan derramada y distante» (108-109). Y las disposiciones de la Corona española, ya desde un comienzo, sobre la conveniencia de agrupar a los indios en poblados -1501, 1503, 1509, 1512, 1516, etc.- fueron continuas (P. Borges, Misión 80-88).
Una utopía cristiana
El mayor mérito de Vasco de Quiroga está en haber soñado y realizado un alto ideal evangélico de vida comunitaria entre los indios. Acierta Marcel Bataillon, el historiador francés, cuando dice que «más que a una sociedad económicamente feliz y justa, aspira Quiroga a una sociedad que viva conforme a la bienaventuranza cristiana. O mejor dicho, no hace distinción entre los dos ideales.
Para él, como para otros, se trata de cristianizar a los naturales de América, de incorporarlos al cuerpo místico de Cristo, sin echar a perder sus buenas cualidades. Así se fundará en el Nuevo Mundo una «Iglesia nueva y primitiva», mientras los cristianos de Europa se empeñan, como dice Erasmo, en «meter un mundo en el cristianismo y torcer la Escritura divina hasta conformarla con las costumbres del tiempo», en vez de «enmendar las costumbres y enderezarlas con la regla de las Escrituras»» (Erasmo y España 821).
Diversos autores, y uno de los primeros Silvio A. Zavala, en La «Utopía» de Tomás Moro en la Nueva España, han estudiado la inspiración utópica de la gran obra de Vasco de Quiroga. Este tuvo, en efecto, y anotó profusamente la obra de Moro en la edición de Lovaina de 1516. Si lo tópico (de topos, lugar) es lo que existe de hecho en la realidad presente, lo utópico es aquello que no tiene lugar en la realidad existente, aunque sería deseable que lo tuviera. Quiroga cita a Moro, y hay sin duda numerosos puntos de contacto entre los planteamientos de uno y otro.
Pero en tanto que en la Utopía de Moro sólo hay una fantasía de ideales apenas realizables, de inspiración renacentista y sin huellas cristianas del mundo de la gracia -el único mundo en el que los más altos sueños pueden hacerse realidades-, los pueblos-hospitales de Quiroga tienen planteamientos muy realistas y netamente cristianos. La Utopía de Moro nunca se realizó, pero la de Quiroga, como veremos, tuvo numerosas y durables realizaciones, especialmente en Michoacán.
Por lo demás, la inspiración primaria del utopismo de Quiroga no viene de Moro, sino del Evangelio. No es un sueño impracticable, sino históricamente realizado. No se fundamenta sólo en las fuerzas de la naturaleza humana, sino principalmente en el don de la gracia de Cristo. En efecto, Vasco de Quiroga, ya en la primera exposición de su proyecto, en la carta del 14 de agosto de 1531, dice que una vez fundados los pueblos «yo me ofrezco con la ayuda de Dios a plantar un género de cristianos a las derechas, como todos debíamos ser y Dios manda que seamos, y por ventura como los de la primitiva Iglesia, pues poderoso es Dios tanto agora para hacer cumplir todo aquello que sea servido y fuere conforme a su voluntad».
Muchos de los misioneros que pasaron al Nuevo Mundo tenían estos mismos sueños, pero es probable que, al menos en sus formas de realización comunitaria, la más altas realizaciones históricas del utopismo evangélico fueron en las Indias los pueblos-hospitales de Vasco de Quiroga y las reducciones jesuitas del Paraguay, de las que en otra parte trataremos.
La región rebelde de Michoacán
En cuanto la segunda Audiencia fue arreglando las cuestiones más urgentes, pensó en afrontar otras que estaban pendientes de solución, y entre ellas la pacificación de Michoacán, región próxima a la capital, al oeste. La Real Audiencia eligió enviar como Visitador a don Vasco de Quiroga, que en Santa Fe y en otras ocasiones había mostrado grandes cualidades en su trato con los indios. Aún así, la empresa se presentaba como algo sumamente difícil.
En efecto, poco después de la caída del poder azteca, el rey Caltzontzin reconoció en Michoacán, sin resistencia armada, la autoridad de la Corona española, y pidió el bautismo, seguido de muchos de los suyos. Todo hacía pensar que la obra de la Corona y de la Iglesia en la región de los tarascos no iba a encontrar especiales dificultades. Pero en seguida se vinieron abajo tan buenas esperanzas, cuando Nuño de Guzmán, en los años terribles de su Audiencia, queriendo quizá emular las obras de Cortés, o deseando más bien destrozarlas, hizo incursión armada en aquella región, cometiendo toda clase de abusos y atropellos, apresando a Caltzontzin y a sus nobles, y exigiendo siempre oro y más tributos.
En el Proceso de residencia instruido contra Nuño de Guzmán en averiguación del tormento y muerte que mandó dar a Caltzontzin, rey de Michoacán, se recogen testimonios que narran en términos macabros cómo Guzmán, por su avidez de riquezas, mandó atarlo a un palo y quemarle los pies a fuego lento, en tanto que el rey repetía que «lo mataban con injusticia. Con lágrimas llamaba a Dios y a Santa María. Llamó a un indio, don Alonso, y le habló un poco», disponiendo que «después de quemado, cogiese los polvos y cenizas de él que quedasen, y los llevase a Michoacán... y que lo contase todo, y que viesen el galardón que le daban los cristianos, y que les mostrase su ceniza, y que las guardasen y tuviesen en memoria» (+Callens 35).
Tras este suceso horrible, muchos de los indios tarascos nada más quisieron oir de cristianismo, volvieron a sus ídolos, se internaron en bosques y montañas, y se mostraron dispuestos a la muerte antes que sujetarse a la Corona española. Y éste era el problema que Quiroga debía solucionar...
Pacificación de Michoacán
Vasco de Quiroga tenía ya 63 años cuando, haciéndose acompañar sólamente por un secretario, un soldado y algunos intérpretes, acomete la empresa de adentrarse en Michoacán, región apenas conocida, para ofrecer la paz y el Evangelio. Una vez en Tzintzuntzan, presentó sus respetos al jefe Pedro Ganca y a sus oficiales, saludándoles en el nombre del Rey de España. En prolongadas conversaciones, Quiroga les hace entender que la Corona deplora profundamente los crímenes hasta entonces cometidos allí, promete dar justo castigo a los culpables, y de nuevo ofrece su amistad. Los indios acogen con sorpresa y agrado aquella embajada tan llena de dignidad y buenos sentimientos. Y escuchan a Quiroga cosas aún más concretas:
«Solamente tengo amor y afecto para con la nación indígena. Los mexicanos que vienen en mi compañía pueden testificar de esto y deciros cómo miles de personas viven en la actualidad felices en poblaciones que yo he edificado para ellos. Lo que hice en Santa Fe, deseo hacerlo aquí también. Pero necesito vuestra cooperación. Vuestra práctica de tomar varias esposas debe desaparecer. Debéis aprender a vivir felices con una sola mujer que os sea fiel, de la misma manera que vosotros le seáis fieles a ella. Debéis también renunciar a vuestros ídolos y adorar al único verdadero Dios. Esas informes masas que vosotros habéis fabricado con vuestras propias manos no pueden protegeros. No pueden protegerse ni a sí mismas. Traédmelas, de manera que yo pueda destruirlas y al mismo tiempo libertaros de las cadenas con que el demonio, príncipe de la mentira, os tiene atados» (R. Aguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga. Documentos 46-47; +Callens 63-65).
Se difundió pronto entre los indios de Michoacán la propuesta pacífica y positiva que aquella alta autoridad hispana les hacía, y muchos la acogieron, empezando por el jefe Don Pedro, que de sus cuatro esposas despidió a tres y se casó con una solemnemente en la Iglesia. La personalidad de Don Vasco les resultaba desconcertantemente atractiva. En una ocasión en que algunos indios conversaban con él, y le contaban las vejaciones que habían sufrido en las incursiones de Guzmán, mostrándoles dibujos hechos en lienzos, quedaron conmovidos no sólo al comprobar que Quiroga entendía aquellos pictogramas, sino al ver que se echaba a llorar...
A los indios resentidos, que no se fiaban, sino que preferían seguir su vida nómada, Don Vasco trataba de persuadirles: «Si rehusáis seguir mi consejo, les decía, e insistís en esconderos en los bosques, muy pronto os vais a asemejar a las bestias salvajes que viven con vosotros. El Dios que hizo los bosques, también hizo los hermosos valles con sus resplandecientes lagos. Con un poco de cuidado y cultivo, vuestro suelo puede convertirse en uno de los más fértiles y proveeros de todo el alimento que necesitéis. Esta tierra es vuestra, es vuestra para que la gocéis bajo mi protección» (ib.).
Con la colaboración que algunos franciscanos y agustinos prestaron, acudiendo a la llamada de Don Vasco, en tres o cuatro años se logra la pacificación completa de Michoacán.
Ya entonces, en setiembre de 1533, antes del obligado regreso de Vasco a la capital, fundó un poblado-hospital con el nombre de Santa Fe de la Laguna, o de Michoacán, al norte de la laguna de Páztcuaro, quedando Rector de él Francisco de Castilleja, intérprete del tarasco. El poblado prosperó, y «no sólo proporcionaba instrucción y asistencia a los indios tarascos, sino hasta a los chichimecas mismos, tribus nómadas conocidas por su desnudez y agresividad. Acerca de estos últimos afirma Castilleja, tan pronto como en 1536, que hubo día en el que se hicieron cristianos en el hospital más de quinientos de ellos. Quiroga prosiguió atendiendo con especial cuidado a la conversión de los chichimecas, aun con posterioridad a su consagración, en 1538, como obispo de Michoacán» (Warren 34).
Primer obispo de Michoacán (1538)
Asegurada la paz, urgía establecer en Michoacán una diócesis distinta a la de México, y una vez conseguidas las autorizaciones pertinentes del Consejo de Indias, en 1535, por sugerencia del obispo Zumárraga, se propone a Carlos I como posible obispo a Vasco de Quiroga. No obstante ser un hombre seglar y ya de 68 años -muy viejo para la media de vida de aquella época-, son grandes su cualidades y también sus méritos en el trato con los indios, concretamente con los de Michoacán.
En 1536 se aprueba en Roma al candidato presentado, y en 1537 llegan a México las Bulas correspondientes de Pablo III. Los frailes de la Nueva España reciben la noticia con alegría, en tanto que no pocos españoles civiles muestran su recelo ante lo que pueda hacer un obispo que asume con tanto valor y eficacia la causa de los indios... En rápida sucesión recibe Don Vasco las órdenes sagradas menores y mayores, y en diciembre de 1538, en la capital de México, es consagrado obispo por fray Juan de Zumárraga. Y poco después parte para su diócesis, que está todavía sin hacer.
La sede episcopal de Pátzcuaro
Quiroga, de su tiempo de Visitador real, ya conocía bastante bien Michoacán, región bellísima en la que alternan prados, bosques y montañas. Y no vaciló en situar su sede en Pátzcuaro, a orillas del lago de su nombre, poco debajo de Tzintzuntzan, localidad entonces más importante, pero más oscura, situada entre dos grandes montañas. En la iglesia franciscana de esta población tomó posesión de su sede el 6 de agosto de 1538.
Pronto se estableció en su sede de Pátzcuaro, y quiso hacer una grandiosa Catedral de cinco naves, distribuidas como los dedos de una mano, para lo que recabó ayudas del Emperador y de los colonizadores españoles. Pero un informe negativo, acerca del terreno poco firme por la proximidad del lago, redujo el proyecto a una sola nave.
Una de las primeras iniciativas del obispo Quiroga fue encargar, a los mismos antiguos fabricantes de los ídolos, que hicieran, según sus instrucciones, pero con su técnica tradicional, una imagen de la Santa Madre de Dios. Así lo hicieron, con caña de maíz bien seca y molida, resultando una bella y ligerísima imagen. Vestida y decorada, comenzó a recibir culto en el Hospital de Santa Marta, en Páztcuaro, donde realizó varias curaciones y recibió el nombre de Nuestra Señora de la Salud. Pasó después a la Catedral proyectada, que con el tiempo fue Basílica, y allí recibe un culto muy devoto hasta el día de hoy.
El obispo Quiroga siempre tuvo especial afecto por la zona de Páztcuaro, donde fundó su Catedral y sede episcopal. Y así, cuando el Virrey Mendoza fundó con 60 familias que había traído de España la ciudad que nombró como Valladolid, el obispo Quiroga se apresuró a defender la supremacía de Páztcuaro y Tzintzuntzan. La historia, sin embargo, hizo de Valladolid, hoy Morelia, la bella capital de Michoacán.
El Seminario «Colegio de San Nicolás»
Allí también, en Pátzcuaro, fundó en 1542 el obispo Quiroga, el Colegio de San Nicolás. En este Seminario, uno de los primeros de América, anterior al concilio de Trento, convivían indios y españoles, que aprendían latín, teología dogmática y moral, y se ejercitaban en la vida espiritual. Comulgaban una vez al mes, hacían diariamente oraciones y lecturas espirituales, y sólo salían de la casa de día y con un compañero. Casi todos hablaban tanto el español como el tarasco.
Con gran pena de Don Vasco, sin embargo, ningún indio llegó a la ordenación, pues, como decía Zumárraga, expresando la experiencia primera de las tres órdenes, «estos nativos pretenden más al matrimonio que a la continencia». En todo caso, el Seminario, bajo los continuos cuidados de su fundador, dio grandes frutos, pues para 1576 eran ya más 200 los sacerdotes seculares y otros tantos los religiosos que de él habían salido.
Y también bajo la protección de don Vasco floreció la Casa de Altos Estudios en Tiripetío, cuya dirección encargó a su amigo agustino fray Alonso de la Vera Cruz.
Fundador de pueblos cristianos
A los 77 años, en 1547, fue a España, donde consiguió ayudas para sus fundaciones, gestionó en favor de los indios, y procuró reclutar sacerdotes misioneros. Hasta entonces su diócesis se había apoyado fundamentalmente en los religiosos, sobre todo en los agustinos, sus colaboradores más próximos. Pero, como los otros obispos mexicanos de aquellos años, tuvo Quiroga con los religiosos pleitos interminables y sumamente enojosos (Ricard, Conquista III,1: 364-376). Quería, pues, Don Vasco disponer de un clero propio. Conoce también en Valladolid a Pedro Fabro, uno de los jesuitas más próximos a San Ignacio, hace los ejercicios espirituales y trata con insistencia de conseguir jesuitas para su diócesis; pero éstos no llegarán a Michoacán sino siete años después de su muerte.
En 1555 participa Quiroga en el primer Concilio de México, convocado por Montúfar, el sucesor de Zumárraga; Concilio de gran importancia, precedente inmediato a los grandes Concilios que en Lima presidieron Loayza y Santo Toribio de Mogrovejo.
En seguida, contando ya Don Vasco con los sacerdotes que van saliendo del Colegio de San Nicolás, con la colaboración de los religiosos, agustinos sobre todo, y con los sacerdotes por él traídos de España, da un impulso nuevo a la fundación de pueblos-hospitales y nuevas parroquias.
Según informan las Relaciones geográficas de Michoacán, hacia 1580, hubo un gran número de hospitales fundados por el obispo Quiroga. Al parecer, «el mayor número de fundaciones efectuadas personalmente por el obispo correspondió a la parte oriental de la Diócesis, mientras que en la occidental muchos de los hospitales debieron su existencia a los religiosos que atendían espiritualmente los pueblos. En el distrito de Ajuchitlán hubo sendos hospitales en cada una de sus cuatro cabeceras, y catorce en los aledaños, todos fundados por Quiroga. A él se le atribuyen también los de Chilchota, Taimeo y Necotlán»... Los hospitales se multiplicaron tanto «que el obispo Juan de Medina afirmaba en 1582 que apenas había en la Diócesis una villa con veinte o treinta casas que no se gloriara de poseer su propio hospital. El número total de los existentes en la Diócesis lo calculaba en superior a doscientos» (Warren 38).
Al obispo Quiroga sus feligreses le llaman con toda razón Tata Vasco (tata, en tarasco, papá, padrecito). A los 93 años todavía asiste a la colocación de los fundamentos de nuevas construcciones. Y «una vez que una iglesia y un hospital han sido construidos en un cierto lugar [esto era lo más costoso], no hay mayor problema en inducir a la población indígena a que venga y construya sus casas en los alrededores, y así formar bien ordenadas y pacíficas comunidades cristianas» (Callens 119). Con todo esto, una buena parte de la actual geografía urbana de Michoacán debe su existencia al impulso de Don Vasco.
El obispo Quiroga tenía un extraordinario sentido práctico para promover en los indios su bien espiritual y material. En Michoacán, el cultivo de los plátanos y de otras semillas, la importación de especies animales, así como el aprendizaje de variadas artes y oficios, tienen en Tata Vasco su origen, reconocido por el agradecimiento. A él se debe también que cada pueblo tuviera una o algunas especialidades artesanales, y que en los mercados unos y otros pueblos hicieran trueque justo de sus productos.
Como refiere Alfonso Trueba, «ordenó que sólo en un pueblo se ocupasen de cortar madera (Capula); que sólo en otro (Cocupao, hoy Quiroga) estas maderas se labrasen y pintasen de un modo original y primoroso; que otro (Teremendo) se ocupase únicamente en curtir pieles; que en diversos lugares (Patamban y Tzintzuntzan) sólamente hicieran utensilios de barro; que otro se dedicara al cobre (Santa Clara del Cobre); y finalmente que otro se especializara en los trabajos de herrería (San Felipe de los Herreros). De esta manera consiguió que los hijos tomasen el oficio de los padres y que éstos les comunicasen los secretos de su arte. El plan de don Vasco se ha observado casi hasta nuestros días, y es argumento de la veneración en que se tiene la memoria del fundador» (Don Vasco, IUS, México 1958,39). Si visitando hoy aquellos preciosos pueblos, advertimos en las tejas de las casas el brillo de un barniz especial, y preguntamos a los paisanos de quién procede aquella técnica y estilo, nos dirán: «Del Tata Vasco».
«Información en derecho», y en amor
Al poco tiempo de su llegada a México como oidor, Vasco de Quiroga redactó una Información en derecho, dirigida probablemente a algún alto funcionario del Consejo de Indias. Llegaban a España por entonces «muchos informes, a veces contradictorios, provocando multitud de cédulas reales, a veces contradictorias» (P. Castañeda 42). Pues bien, frente a las informaciones torcidas, que habían dado lugar a una cédula real (20-2-1534) en la que se permitía que los indios fueran «herrados y vendidos o comprados», y que era así « revocatoria de aquella [otra del 5-11-1529] santa y bendita», escribe Quiroga una información en derecho, es decir, verdadera (ed. P. Castañeda; +V. de Q. y Obispado de Michoacán 27-51; Xirau 143-154).
Es éste un documento en el que se refleja muy bien el amor de Vasco de Quiroga a los indios, un alto sentido de la justicia, de la pacificación y de la evangelización de las Indias, al mismo tiempo que un sano utopismo cristiano, por el que desea con toda esperanza para el Nuevo Mundo una renovación de la edad dorada y de la Iglesia primitiva de los apóstoles.
«Creo cierto que aquesta gente de toda esta tierra y Nuevo Mundo, que cuasi toda es de una calidad, muy mansa y humilde, tímida y obediente, naturalmente más convendría que se atrajesen y cazasen con cebo de buena doctrina y cristiana conversación, que no que se espantasen con temores de guerra y espantos de ella». Son los primeros años de la conquista en México, y los siniestros años de la primera Audiencia han dejado una horrible huella. «Esto digo porque al cabo por estas inadvertencias y malicias y inhumanidades, esto de esta tierra temo se ha de acabar todo, que no nos ha de quedar sino el cargo que no lleve descargo ni restitución ante Dios, si El no lo remedia, y la lástima de haberse asolado una tierra y nuevo mundo tal como éste. Y si la verdad se ha de decir, necesario es que así se diga, que... disimular lo malo y callar la verdad, yo no sé si es de prudentes y discretos, pero cierto sé que no es de mi condición, mientras a hablar me obligare mi cargo».
Todo se puede conseguir con los indios «yendo a ellos como vino Cristo a nosotros, haciéndoles bienes y no males, piedades y no crueldades, predicándoles, sanándoles y curando los enfermos, y en fin, las otras obras de misericordia y de la bondad y piedad cristianas..., porque de ver esta bondad se admirasen, y admirándose creyesen, y creyendo se convirtiesen y edificasen, et glorificent Patrem nostrum qui in coelis est [Mt 5,16]». Es justamente lo que en Michoacán hizo don Vasco, en lugar de los crímenes de Guzmán.
«En esta edad dorada de este Nuevo Mundo»... Don Vasco de Quiroga, como muchos otros misioneros, como los franciscanos, concretamente, veía la acción de Cristo en las Indias con una altísima esperanza, pues confiaba que se realizara «en esta primitiva nueva y renaciente Iglesia de este Nuevo Mundo, una sombra y dibujo de aquella primitiva Iglesia del tiempo de los santos apóstoles, porque yo no veo en ello ni en su manera de ellos [los indios] cosa alguna que de su parte lo estorbe ni resista, si de nuestra parte no se impide, porque... aquestos naturales vémoslos todos naturalmente inclinados a todas estas cosas que son fundamento de nuestra fe y religión cristiana, que son humildad, paciencia y obediencia, y descuido y menosprecio de estas pompas, faustos de nuestro mundo y de otras pasiones del ánima, y tan despojados de todo ello, que parece que no les falta sino la fe, y saber las cosas de la instrucción cristiana para ser perfectos y verdaderos cristianos». En efecto, estos indios están «casi en todo en aquella buena simplicidad, obediencia y humildad y contentamiento de aquellos hombres de oro del siglo dorado de la primera edad, siendo como son por otra parte de tan ricos ingenios y pronta voluntad, y docilísimos y hechos de cera para cuanto de ellos se quiera hacer».
Por otra parte, el optimismo casi milenarista de Vasco de Quiroga no le lleva a sueños paganos de una Arcadia renacentista, ni incurre tampoco en esas ingenuidades rousseaunianas que tantos estragos han causado a la humanidad con sus esperanzas naturalistas. El piensa, en cristiano, que «aunque es verdad que sin la gracia y clemencia divina no se puede hacer, ni edificar edificio que algo valga, pero mucho y no poco aprovecha cuando éste cae y dora sobre buenos propios naturales que conforman con el edificio». Así pues, ya que tantas cosas buenas hay en los indios, «trabajemos mucho [para] conservarnos en ellas y convertirlo todo en mejor con la doctrina cristiana, restauradora de aquella santa inocencia que perdimos todos en Adán, quitándoles lo malo y guardándoles lo bueno».
Es ésta una convicción fundamental. Los cristianos han de obrar con los indios «convirtiéndoles todo lo bueno que tuviesen en mejor, y no quitándoles lo bueno que tengan suyo, que nosotros deberíamos tener como cristianos, que es mucha humildad y poca codicia; y [no] poniéndoles lo nuestro malo, en que hacemos más daño en esta nueva Iglesia con ejemplos malos que les damos, que por ventura hacían en la primitiva Iglesia los infieles con crueldades y martirios, porque aquéllos eran infieles, y no era maravilla, y nosotros somos cristianos».
En fin, «si todo esto es así según y como dicho es se entiende, pienso con la ayuda de Dios que no se hará poco en lo que toca el bien común de toda la república de este Nuevo Mundo... [y que cuanto se haga servirá] al servicio de Dios Nuestro Señor y al de su Majestad, y a la utilidad de conquistadores y pobladores, y al descargo de la conciencia de todos, y al sano entendimiento de un tan grande y tan intrincado negocio como éste, que no sé yo si otro de más importancia hay hoy en todo el mundo, aunque no dejo de conocer también que nada de esto ha de ser creído si no fuese primero experimentado y visto».
Al extractar la prosa de Vasco de Quiroga la hemos aliviado de sus interminables redundancias, propias del estilo preciso y pesado de los textos jurídicos. El mismo es consciente de su estilo desmañado, que hace de sus escritos una «ensalada mal guisada y sin sal». Sin embargo, en los textos de don Vasco surge en ocasiones el destello de expresiones felices, como no podría ser menos habiendo nacido aquéllos de una mente lúcida y de un corazón apasionado.
Reglas y ordenanzas de los pueblos-hospitales
El pensamiento concreto de Vasco de Quiroga sobre los pueblos de indios por él fundados se expresa en las Reglas y Ordenanzas para el gobierno de los hospitales de Santa Fe de México y Michoacán, dispuestas por su fundador, el Rvmo. y venerable Sr. D. Vasco de Quiroga, Obispo de Michoacán (AV, V. de Q. y Obispado de Michoacán 153-171; +Xirau, Idea 125-137). En pocas páginas, da el obispo Quiroga normas de vida comunitaria al mismo tiempo altas y practicables, en las que se funden hábilmente ideales utópicos cristianos y costumbres indígenas y españolas. La sabiduría de estas disposiciones se ha visto probada por su larga vigencia histórica.
En cada pueblo hay indios que viven en el mismo caserío, y otros que habitan en el campo; pero la organización es semejante en unos y otros. Cada grupo familiar, «abuelos, padres, hijos, nietos y bisnietos», se sujetan a la autoridad patriarcal de «el más antiguo abuelo», y pueden llegar a ser «hasta ocho o diez o doce casados» que conviven en un gran edificio; pasando de ahí, habrán de construir otra casa y grupo familiar. Se forma así como un gran árbol, en el que la autoridad va de la raíz hacia las ramas, y así también, en dirección inversa, va la obediencia y el servicio, de modo que «se pueda excusar mucho de criados y criadas y otros servidores».
Bajo la alta dirección de un Rector, único español y eclesiástico del poblado, gobierna un Principal, que es elegido para tres o seis años por todos los padres de familia de «la República del Hospital», haciendo la elección muy en conciencia y «dicha y oída primero la misa del Espíritu Santo». Con éste Principal, «elijan tres o cuatro Regidores, y que éste se elijan cada año, de manera que ande la rueda por todos los casados hábiles». Si hay conflictos y quejas, «entre vosotros mismos, con el Rector y Regidores, lo averiguaréis llana y amigablemente, y todos digan verdad y nadie la niegue, porque no hay necesidad de ser ir a quejar al juez a otra parte, donde paguéis derechos, y después os echen a la cárcel. Y esto hagáis aunque cada uno sea perdidoso; que vale más así, con paz y concordia, perder, que ganar pleiteando y aborreciendo al prójimo, y procurando venderle y dañarle, pues habéis de ser en este Hospital todos hermanos en Jesucristo» (+1Cor 6,1-8).
Mientras los indios viven como miembros del pueblo, gozan del usufructo de las huertas y tierras, que son de propiedad comunal. Y toda «cosa que sea raíz, así del dicho Hospital como de los dichos huertos y familias, no pueda ser enajenada, sino que siempre se quede perpetuamente inajenable en el dicho Hospital y Colegio de Santa Fe, para la conservación, mantención y concierto de él y de su hospitalidad». Los trabajos han de ser realizados por todos, «con toda buena voluntad y ofreciéndoos a ello, pues tan fácil y moderado es y ha de ser».
En efecto, normalmente serán suficientes «las seis horas del trabajo en común», que debe repartirse entre todos. Y lo así ganado, «se reparta entre vosotros todos cómoda y honestamente, según que cada uno, según su calidad y necesidad, lo haya menester para sí y para su familia; de manera que ninguno padezca en el Hospital necesidad. Cumplido todo estos, y las otras cosas y costas del Hospital, lo que sobrare de ello se emplee en otras obras pías y remedio de necesitados», y así, acordándose de los indios pobres, vivan «en este Hospital y Colegio con toda quietud y sosiego, y sin mucho trabajo y muy moderado, y con mucho servicio de Dios Nuestro Señor».
Los muchachos cásense «de catorce años para arriba, y ellas de doce,... y si posible es, con la voluntad de los padres». Mientras que los oficios y artes serán particulares, «ha de ser este oficio de la agricultura común a todos», y los niños han de ejercitarse en él desde la escuela, de modo que «después de las horas de la doctrina, se ejerciten dos días de la semana, sacándolos su maestro al campo, en alguna tierra señalada para ello, y esto a manera de regocijo, juego y pasatiempo, una hora o dos cada día, que se menoscabe aquellos días de las horas de la doctrina, pues esto también es doctrina y moral de buenas costumbres». Busca ante todo Don Vasco una vida sencilla, sin pleitos ni gastos evitables, sin actividades ni trabajos innecesarios. Y así, por ejemplo, «los vestidos sean, como al presente los usáis, de algodón y lana, blancos, limpios y honestos, sin pinturas, sin otras labores costosas y demasiadamente curiosas. Y de éstos, dos pares de ellos, unos con que pareceréis en público en la plaza y en la iglesia, los días festivos; y otros no tales, para el día de trabajo; y en cada familia los sepáis hacer, como al presente lo hacéis, sin ser menester otra costa de sastres y oficiales; y si posible es, os conforméis todos en el vestir de una manera lo más que podáis, porque sea causa de más conformidad entre vosotros, y así cese la envidia y soberbia de querer andar vestidos y aventajados los unos más y mejor que los otros»...
En fin, «la fiesta de la Exaltación de la Cruz tengáis en gran y especial veneración, por lo que representa, y porque entonces, sin advertirse antes en ello, ni haberlo pensado, fue Nuestro Señor servido que se alzasen en cada uno de los Hospitales de Santa Fe, en diversos años, las primeras cruces altas que allí se alzaron, forte [por fortuna] no sin misterio, porque, como después de así alzadas se advirtió en ello, creció más el deseo de perseverar en la dicha obra y hospitalidad y limosna».
Muerte pacífica
Ya al final de su vida, Tata Vasco se había hecho familiar en todos los pueblos y casas, en parroquias y mercados, y en cualquier lugar estaba como en su casa: todos, indios y españoles, conocían y querían a aquel anciano obispo, a quien principalmente se debía la fisonomía del Michoacán renovado.
Un día de enero de 1565, llega un día Tata Vasco a la encantadora población de Uruapan, uno de los más bellos lugares de Michoacán -que ya es decir-. Él mismo había trazado el plano de sus calles y canalizaciones de agua, y había construido allí iglesia, hospital y escuela. A su iniciativa se debía también la especialización del pueblo en trabajos de esmaltes y lacas. A él acuden aquel día sus diocesanos para besarle la mano y pedirle su bendición.
Pero el buen viejito de 95 años, que ya lleva veintisiete años de obispo, se siente desfallecer. Lo llevan al Hospital del Santo Sepulcro, donde queda recluido, y allí, en una tarde de marzo, entrega su alma al Creador. Entre llantos y oraciones, llevan su cuerpo en cortejo fúnebre a la Catedral de Páztcuaro, donde yace este gran renovador cristiano del mundo presente, a la espera de Cristo, el Señor, que cuando venga establecerá «un cielo nuevo y una nueva tierra» (Ap 21,1; +2Pe 3,13). Hacemos nuestras, para terminar, las palabras del mexicano Nemesio Rodríguez
Lois sobre Don Vasco de Quiroga: «Es él una figura excepcional, única, cuya vida hay que leer de rodillas y con el sombrero en la mano»
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